Header Ads

Image HTML map generator

Tengo cáncer, ¿y ahora qué?

ANTES DE COMENZAR A LEER ESTA HISTORIA, DEBES SABER QUE EL LIBRO QUE LA RECOGE YA ESTÁ PUBLICADO... 

Por suerte, estoy rodeado de buenas personas. Gente que desde pequeño me han enseñado a compartir, empatizar, ayudar a los demás y a ser buena persona. Personas que me han enseñado a enfrentarme a los problemas siempre con una sonrisa, y a lo que más me han ayudado estos años: a ver las cosas buenas que tiene la vida por encima de las malas, a las que siempre deberemos superar.


Tengo veintiún años y hace cuatro que tuve un cáncer, y esta es mi historia.

Ayudar a los demás me hace sentir feliz y orgulloso, por eso tres años después de aquel calvario creí que es la hora de devolver toda aquella ayuda que en su momento recibí. Una pequeña charla en clase sobre el voluntariado y la animación hospitalaria fue el empujón que me hizo convertirme en uno de los muchos “héroes” que ayudan a acabar con este tipo de desigualdades e injusticias.

Como voluntario de animación hospitalaria me encuentro ante un ambiente igual al de cuatro años atrás, pero esta vez me encuentro del otro lado. Del lado de esas personas que cada tarde, de forma desinteresada, iban a hacernos reír en aquellas tardes aburridas y tristes de hospital.

Si todos conociéramos lo que se vive en un sitio como éste, quizás seríamos menos egocéntricos y nos preocuparíamos por las cosas que realmente importan. Aquí lo único importante es que todo vaya mejor cada día. No importan esas pequeñas cosas por las que nos preocupamos a diario. Por todo eso, cuando entro en cada una de las habitaciones cada miércoles cargado con juguetes y manualidades, pero sobre todo con muchas ganas, ilusión y entusiasmo no puedo evitar verme a mí mismo en aquella situación.

Y de lo que estoy seguro es de que en aquellos momentos lo único que querría era reír. Y ese es nuestro objetivo cada día, sacar sonrisas. Sonrisas que se contagian y que te hacen salir de allí con una mayor que la que eres capaz de dejar. Pocas cosas más bonitas hay que ver sus caras de alegría y de entusiasmo al ver llegar a un “chaleco rojo”. Al ver esas caras de felicidad no puedo evitar verme a mí en aquellos momentos. Esas ganas de vivir, esa fuerza interior y esos deseos de sonreír constantemente que me hicieron salir adelante. Pero todo eso no lo hubiera conseguido solo de ninguna de las maneras.



Recuerdo cada uno de los días en aquella 419 A como momentos de “alegría”, de cierta felicidad y orgullo al ver aquella habitación en todo momento llena de gente, cuyo objetivo era ayudarme y estar conmigo en todo momento. ¡Y lo consiguieron, vaya que si lo consiguieron! Recuerdo aquellos días en los que incluso debían “echar” gente de la habitación pues nos llegábamos a reunir hasta veinte personas. Personas sin las que sin duda hubiera sido todo más difícil. Mi móvil no paraba de recibir mensajes y llamadas de apoyo y ánimo, que con certeza sé que detrás de cada una de ellas había una verdadera preocupación y un sincero deseo de que todo fuera bien.

Otras que se convirtieron claves en mi recuperación y que forman parte de mi vida son esos héroes que hacen posible ese espectacular equipo de profesionales de nuestro sistema sanitario, y que tuve la oportunidad de conocer desde el día veintidós de junio de dos mil doce hasta hoy. No puedo olvidarme de aquel primer día, cuando en mi hospital comarcal me dijeron: “Darío, esto es muy difícil, ante todo estate tranquilo, pero tienes una masa cerebral. Probablemente sea un tumor”, seguido de las constantes intentos de calmarme por parte de Nuria, una de las enfermeras con las que todavía a día de hoy sigo manteniendo gran amistad. Fue la persona que más consiguió calmarnos, tanto a mi madre como a mí, cuando no podíamos parar de temblar en aquella camilla del box 3 de urgencias. Era inevitable pensar en el peor de los desenlaces en aquellos momentos en los que mi madre no podía contener las lágrimas y la preocupación. Gracias Nuria y compañía por dar un rayo de esperanza en aquella fatídica mañana.

Me esperaba un largo viaje en ambulancia desde Cangas hasta Oviedo, un poco más calmado. Aunque si había dos personas que estaban sufriendo más que yo, hasta límites que ni yo mismo me imaginaba, eran mis padres. Quedaban meses de larga recuperación, esperándome dos largas intervenciones, y dos procesos como la quimioterapia y la radioterapia. En aquel momento todo era oscuro, pero empecé a ver los días pasados no cómo momentos de sufrimiento sino como momentos de aprendizaje, y viendo más de cerca el fin de esa esperada recuperación.

Seguí conociendo a muchas enfermeras que me ayudaron a hacer más soportables aquellos días de verano tras esas cuatro paredes de aquel hospital, viendo a través de los cristales como la gente disfrutaba del verano y de las vacaciones mientras que yo, por desgracia no podía hacerlo. Algo que muchas veces no está reconocido en el trabajo de una enfermera es su gran trato humano. Grandes profesionales sí, pero mejores personas. Vienen a mí memoria aquellos “Buenos días Darío, ¿qué tal has dormido?” o aquellos momentos de ánimos en aquellas noches sentadas en el pie de mi cama de aquella claustrofóbica habitación, momentos que nos permitieron conocernos mejor todos y que sin duda nos ayudaron mucho, tanto a mi familia como a mí.


Ante la impotencia y los nervios que suponía la noche antes de la operación de tal envergadura, mi padre y yo nos dedicábamos a pasear por aquellos oscuros pasillos de la planta cuatro, descansando por unos minutos en aquella deshabitada sala de espera. Ahí tengo la oportunidad de conocer un poco mejor a Montse, enfermera que nos anima a los dos a descansar en nuestra habitación: “Ya veréis, saldrá todo bien, Julio es de los mejores del mundo, es una eminencia de la neurocirugía”. Resulta muy difícil descansar aquella noche, pero imposible para los dos pilares de mi vida, mis padres. Podía notar los llantos y las lágrimas cada noche que pasaban conmigo, agarrándome la mano, mientras intentaban disimular su desolación con el fin de no preocuparme.

Antes de entrar en quirófano, pasé las dos horas más angustiosas de mi vida desde el momento que despierto. Mis padres y mis tíos se encuentran en la habitación. Hay absoluto silencio. Me voy a la ducha con la esperanza de que todo salga bien y pase rápido. Aunque esperaban horas angustiosas por delante, sobre todo para ellos. Una imagen que nunca se borrará de mi mente es ese interminable viaje en camilla hasta el quirófano. En aquellos momentos, lo más duro no era la operación que tenía por delante, sino dejar atrás a mi familia con un llanto y una desolación que ni ellos mismos podían controlar. “Ánimo Dari, tranquilo”.


Me encuentro, ahora sí, solo ante la puerta del quirófano. Hasta ese momento no había soltado ni una sola lágrima, pero ante esa situación, durante esos quince minutos antes de entrar descargo toda la presión acumulada en forma de lágrimas y suspiros, mientras que me preguntaba: “¿Por qué a mí? ¿Por qué yo?”. Recibo en esos momentos el apoyo inesperado del celador que me llevó en camilla hasta allí, cogiéndome de la mano y haciéndome ver que todo iba a salir bien, seguido del apoyo de todo aquel equipo médico que estaba dispuesto a salvarme la vida.

“Vamos allá Darío, ¿estás preparado?” me decía Julio mientras ponía la cinta en su larga melena y se ajustaba los guantes. “Estoy preparado”, contesté.

Quedaban por delante nueve horas en las que yo ni sufriría ni padecería, pues me encontraría dormido mientras que ese increíble grupo de personas estaba decidido a sacarme ese dichoso tumor de mi cabeza y a salvarme la vida. Pero si había unas personas que sí estaban sufriendo y mucho eran los mismos que dejé atrás en aquel pasillo unos minutos antes. Eran mis padres y el resto de mi familia y amigos. Me cuentan lo mal que lo pasaron, pero sin duda ese sufrimiento no se puede explicar, no sería capaz, solo ellos lo saben. Se encuentran ante el desconocimiento más absoluto de cómo va saliendo todo, de cuánto tiempo queda. Las horas pasan, lentas, pero pasan. Y nadie sale.

Nunca se me olvidarán las palabras que esa persona que me salvó la vida me dijo momentos antes de la primera prueba en quirófano, unos días antes: “Mira Darío, no queremos esconderte nada, tienes diecisiete años y eres lo suficientemente adulto como para saber toda la verdad. Sabes que tienes un tumor cerebral y que se trata de algo muy peligroso y difícil de curar. Tienes cáncer. Ahora bien, te planteo dos opciones: dejar el problema de lado y “pasar” de él, lo cual es pan para hoy y hambre para mañana; o ser valiente y enfrentarte a él. Te recomiendo la segunda opción. Tú eliges.” Y elegí la segunda, ¡vaya que si la elegí!

Despierto muy lentamente en la UCI, mientras mis padres y mis tíos entran a verme. Ellos creen que estoy dormido, pero en realidad estaba escuchando todo. Podía sentir como me acariciaban, cómo me besaban, cómo me deseaban ánimo. Recuerdo cómo intenté preguntarle a mi tío la hora con un montón de tubos en mi garganta y cables por todo el cuerpo. “Son las ocho y cuarto”. Me entendía, estaba despertando, todo había salido bien.

Pero me encontraba desorientado, seguía sin saber la hora y el día en que estábamos concretamente. Horas después entra a verme Sonia, enfermera del hospital con la que mi familia mantenía algo de relación y que durante esos meses se convirtió en algo muy grande. Al escucharla entrar y preguntar por mi box, automáticamente activo el mando para levantar mi cama y que me pudiera ver. Estaba totalmente despierto, aunque apenas sin visión todavía. “Sonia, sé que estuvieron mis padres, pero no les pude decir nada, por favor, llámalos y diles que desperté y que estoy bien”. Eso hizo a la salida.

Paso la noche despierto, sin poder moverme, boca arriba. No duermo ni un minuto. No podía, era imposible. Por la mañana, tras una noche sin mucha complicación, deciden bajarme a planta. Es cuando, en la puerta del ascensor, veo a mis padres de nuevo, que vuelven a llorar, pero esta vez de alegría y de emoción. Por fin puedo abrazarles y besarles cuando los visualizo entrando en la habitación, pues la operación impedía a mis ojos ver con nitidez.

Las visitas y las llamadas se multiplican, haciéndome sentir mucho más fuerte para afrontar lo que me estaba sucediendo. Eran días de espera, ante la incertidumbre de unos resultados que tardaban en llegar y de lo que me quedaba por pasar. Habían conseguido quitarme el ochenta por ciento del tumor. Era un absoluto y rotundo éxito, aunque todavía había camino por recorrer.


Esa mañana, antes de entrar a trabajar y vestida de calle, entra en la habitación Belén, una de mis enfermeras, y le dice a mi madre pensando que no podía oírla: “Lo sabía, antes de ayer al salir de trabajar fui rápidamente a poner una velita a la ermita de mi pueblo por “mi niño””. Seas creyente o no, que una persona a la que conoces desde hace escasamente unas semanas, llegue al punto de que en su tiempo libre después de un duro día de trabajo se preocupe por ti, me hizo sentir muy orgulloso y afortunado. Gracias Belén.

Me esperaban días de intensa recuperación donde la mejoría se notaba a pasos agigantados. La visión se recuperaba poco a poco y el miedo a moverme se iba perdiendo. Entre tanto, mi habitación volvía a ser como antes, llena de gente, con el móvil sonando constantemente en forma de llamadas y mensajes de ánimo. En todo momento me sentí acompañado en este duro camino. Tuve la “fortuna” de compartir aquellos momentos tan amargos con una familia maravillosa procedente de La Felguera. Compartir la habitación con otro chico joven con los mismos gustos y aficiones que uno mismo me ayudó mucho. Se convirtieron en parte esencial durante aquella estancia y en mi vida actual. Aun recuerdo las lágrimas de pena el día que se fue, pero también de alegría por su alta médica. Cada día estaba más convencido de la frase que decía: “En los peores momentos se conocen a las mejores personas”. Ya no solo era conocer a nuevas personas, si no descubrir a aquellas que en los buenos momentos se mantenían distantes pero que en los malos aparecieron. Aparecieron para quedarse y apoyarme.

Por fin llega el día del alta. Aquel 16 de julio fue un día muy importante y especial. Semanas después volvía a pisar la calle, a sentir la luz del sol y el viento en la cara. Esas pequeñas cosas que no valoramos cuando estamos bien. Volvía a mi casa, con mi padre, con mi madre, en mi coche. Todo era en parte extraño, pero maravilloso. Llego a casa y veo a mi hermano, una de las personas más importantes de mi vida, también a mi abuelo. Les abracé a los dos, con mucha fuerza. Días atrás, Sergio había ido a verme al hospital y recuerdo ese momento como si fuera ayer. Se echó a mi lado en mi cama y me abrazó fuertemente durante un buen rato. Esta escena se volvía a repetir, pero en mi cama, en mi casa, seguido de una buena siesta junto a él.

Volvía a caminar por el pueblo, ver a mis vecinos y amigos de nuevo. Volví al río. Ese río donde nos pasamos los veranos. Ese lugar de paz y esparcimiento donde soy feliz. Notaba como la brisa golpeaba mi cara, mientras escuchaba el sonido del agua bajando el río y las voces de fondo de mis amigos bañándose. Me sentía tremendamente feliz, había sido un día maravilloso, y ya quedaba un día menos para mi larga recuperación.

Dos días de descanso por el pueblo, con mi gente, hasta visitar de nuevo el hospital. Fue un día éste de mucho optimismo para mí y para los míos, pues me habían dicho de una forma definitiva que tendría todo una solución. Pero el proceso iba a ser largo, mucho más de lo que me imaginaba. Fue en esos momentos cuando escucho la palabra “quimioterapia”. Esa palabra tan temida, ese proceso tan horrible. Era inevitable pensar en la caída del pelo y en los vómitos y nauseas que se debían sentir. Pero no fue para tanto, ¡qué va! Era consciente de que si era necesario ponerla era por mi bien, pues quizás los efectos de únicamente radio hubieran sido mucho peores para alguien tan joven con tan solo diecisiete años.

A pesar de las buenas noticias que nos dieron ese día, vuelvo a casa intranquilo, pensando en todo lo que me venía encima. Recuerdo esa semana como un tiempo de muchos nervios, deseando que el lunes no llegase bajo ningún concepto. Quizás todo había sido hasta el momento muy rápido y no era consciente de lo que estaba superando hasta ese momento. Empezaba a ser consciente de que tenía cáncer, y que estaba a un paso, largo, pero a un paso de superarlo. Aunque tenía miedo, mucho miedo. Pero ver a mi familia de cierto modo tranquila de una vez por todas me hacía sentir muy feliz.

El lunes llega, apenas había dormido nada. Estaba muy nervioso. Pero una a una voy superando todas las pruebas previas positivamente, algunas de ellas bastante dolorosas, pero estaba listo para la quimioterapia. Tras unos días pensando constantemente en ese día, todo había pasado. Más tranquilo afronto los días más importantes de esa semana, comenzaba la quimio. Los malos presagios y los horrorosos pensamientos sobre ésta se habían disipado, al menos de momento. ¡No había sido para tanto! ¡Qué va!


Al entrar por primera vez en aquella planta de oncología pediátrica la recuerdo como la peor de las sensaciones. Desde fuera no somos conscientes de las situaciones que se viven diariamente en un hospital, y mucho menos con niños. Vemos algún caso aislado en medios de comunicación, pero eso no es todo. Decenas de niños de todas las edades con todo tipo de enfermedades oncológicas que hacen pensar en lo poco que valoramos las pequeñas cosas cuando estamos bien, y en lo rápido que puede cambiar la vida de una persona y su familia cuando ocurre una situación de estas magnitudes. “Esto si que es crisis, y no lo que hay fuera”, me decían.

Lo único que quería ahora era disfrutar de ese verano que no había tenido y que tanto me merecía, o al menos eso creía. Pude hacerlo gracias a la gente que me rodea, gente que intentaba sacarme de la rutina y que no me ahogase en casa. Me pican en casa y es Sergio: “¿Te apetece salir conmigo hoy de fiesta un poco? Cuando canses volvemos”. Aunque al principio no quería, no me cansé, y acabó siendo el mejor día de todo el verano. Aunque me daba miedo en cierta parte meterme en ese ambiente con tanta gente, acabé conociendo un poco mejor a ciertas personas con las que hablé, en cuyos ojos se podía ver reflejada la alegría de verme por fin en un lugar como ese.

Aunque días después, tocaba volver a la “tercera centro”, planta de oncología pediátrica. Antes de comenzar la segunda sesión era momento de saber si todo iba por buen camino, o no. Era momento de la primera resonancia después de la operación y del primer ciclo. Las dudas y la incertidumbre volvían. ¿Y si había crecido? ¿Y si…?. Nervioso me marcho a desayunar cuando a los pocos minutos alguien me toca por detrás y me dice con una sonrisa: “Enhorabuena, casi se ha eliminado por completo”. Era mi oncólogo, persona que se convertiría en parte esencial en mi recuperación, ya no solo por su trato profesional, sino por el personal. Un gran médico y un estupendo amigo. Era una noticia fantástica, con solamente una sesión de quimioterapia el tumor se había eliminado casi en su totalidad. Esto me dio muchas fuerzas para seguir con el resto.

Las semanas iban pasando y los tratamientos se iban sucediendo. Veía como poco a poco el pelo se me iba cayendo, y aunque era desagradable en un principio y me llegó a dar igual. Las visitas, llamadas y mensajes eran increíbles, en su mayoría de preocupación pero también de orgullo y admiración. Me hicieron ver que estaba consiguiendo algo muy grande, me ayudaban mucho.

Durante mi hospitalización días atrás, entre las muchas visitas que tuve, hubo una que me hizo especial ilusión. Se trataba de un jugador de uno de mis equipos preferidos, Roberto Canella. Gestos que en ese momento en que más lo necesitaba me ayudaron mucho, y que ni mucho menos tenía por qué haber hecho. Semanas después en mitad del tratamiento tengo la suerte de poder ir a ver al equipo en un amistoso y me hizo realmente feliz ver cómo me recordaba, al igual que al siguiente año cuando volví.

Eran días de espera continua bajo aquellas cuatro paredes cuyo olor mareaba solamente al meterse en ellas. Horas y horas desde bien temprano hasta que anochecía prácticamente esperando por aquella sangre tan necesitada, pues el tratamiento estaba minando mis defensas y mis plaquetas. Esas esperas nos deprimían, especialmente a mi madre, que necesitó ayuda psicológica en alguna ocasión, eran momentos difíciles. Pero, a pesar de lo que decían los análisis, yo me sentía fuerte, muy fuerte.

Fueron muchos los niños y familias que conocí en esas estancias diurnas como compañeros de habitación, casos muy diferentes que me hacían sentir muy apenado por esas terribles injusticias por las que estaban pasando esos pequeños, algunos incluso luchando desde que nacen. ¿Por qué a ellos? ¿Por qué a mi?

Horas y horas esperando tumbado en la cama a que esas dichosas botellas llenas de un líquido que me estaba curando acabasen, viendo mientras tanto como la almohada quedaba manchada por mis pelos. Los pitidos de las máquinas avisaban de que se había terminado, pero no. Quedaban más litros por meter.

Tenía que comer, pero no podía. Repudiaba la comida con solo olerla. La revoltura y el malestar general venían a mi estómago, pero no a mi cabeza. No quería estar mal, para qué.


Seguía intentano exprimir al máximo esos últimos días de verano antes del comienzo de las clases. Un comienzo que se retrasó bastante, más de lo que pensaba. Empezaba segundo de bachillerato, curso estresante y rápido donde los haya con la selectividad a la vuelta de la esquina. Empecé el curso el veintiséis de noviembre, con un trimestre de retraso respecto a mis compañeros. “Déjalo Darío”. “Tienes que descansar y recuperarte bien”. “Ya lo harás el año que viene, éste será imposible”. No estaba cansado, tenía muchas ganas de empezar y volver a clase. Durante esos meses había estado trabajando desde casas con la inestimable ayuda de profesores y compañeros. Correos de Natalia, entre otros, con alguna que otra actividad y con un: “Lo primero Dari, ¿cómo estás? No te agobies, poco a poco. Te esperamos con muchas ganas”. Me dieron mucha fuerza para seguir adelante, lo hice.
Comenzaban las clases, pero no podía dejar de lado mis tratamientos. Por eso, cada día después de clase iba con mis padres o incluso en autobús a Oviedo a esos diez minutos de radio, llegando a casa prácticamente de noche y teniendo que, muchos días, continuar estudiando. Pero no podía desistir ahora, estaba a un pequeño paso de conseguirlo y de terminar de una vez por todas.

El cinco de diciembre de dos mil doce termino por fin con todo. No me lo podía creer, aunque todavía quedaba lo más importante. Quedaba comprobar si todos esos esfuerzos habían servido de algo, eran las revisiones médicas. Volvían las dudas a mi cabeza. ¿Y si no se había ido? ¿Y si…? ¿Y si…? Nunca antes había estado tan nervioso, una vez que empezaba a ser más consciente de todo. “Enhorabuena Darío, has superado un cáncer, aunque te seguiremos viendo por si acaso”. Probablemente haya sido uno de los días más felices de mi vida. Sobre todo el de ellos, el de mis padres, en cuyos ojos se podía ver reflejado tras esas pequeñas lágrimas el orgullo y la felicidad de haber conseguido algo tan grande. Estaban más felices que yo incluso, habían sufrido mucho.

Tengo cáncer, ¿y ahora qué? La adversidad forma parte de la vida e inevitablemente, a veces, nos cruzamos con ella. Cuando esto sucede, lo más importante no es llegar a una meta final, sino los aprendizajes que hemos ido adquiriendo en el camino y la forma de enfrentarnos a tal adversidad.

No busques escusas. Te ha tocado a ti. ¿Por qué? Mala suerte. ¿Qué injusticia, no? Como la vida misma. Por eso es importante que todos rememos en la misma dirección para acabar con todas ellas, incluido el cáncer.

No avisa, no sabes si te va a tocar ni cuándo. Pero debemos estar preparados para enfrentarnos a él. De todo se sale, apóyate en los tuyos y mantén en todo momento una actitud positiva ante la vida y ante este tipo de adversidades. No sirve pasar el tiempo llorando y lamentado, ¿para qué? Seguir cuando no puedas más, es lo que te hace diferente a los demás. Lucha. 

Sonríe. Esa es la clave. La vida es demasiado corta como para perder un minuto en preocupaciones absurdas, esta ya se encargará, por desgracia, en darnos cosas importantes por las que hacerlo. Disfruta de cada momento como si fuera el último y haz lo que más te guste. No se trata de dejarlo todo a un lado y vivir sin ninguna preocupación, solo tienes que dar a las cosas la importancia que se merecen. Vive la vida y sé feliz.

No hay comentarios