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La vida...

Eso que pasa en un instante, en un abrir y cerrar de ojos. Eso que pocos saben valorar. Eso llamado vida.
La más dura de las carreras de fondo, impredecible, llena de obstáculos. Obstáculos que, por otra parte, hacen saborear aún más esa llegada a la meta. A tu meta.
Momentos sencillos, sin dificultades, cuando el camino es aún accesible. Momentos que no valoras hasta que los pierdes, o hasta que estás a punto de hacerlo.
Y justo en ese mismo instante, cuando llaneas por el camino de la vida, sin esperarlo, se avecina la mayor de las subidas, la mayor de las escaladas. No sabes si vas a poder, ni qué te vas a encontrar en el trayecto. Pero decides avanzar.
Por momentos, las fuerzas flaquean y la meta se aleja. Pero rendirte no es una opción, sería una decepción. El camino se torna oscuro, pero decides seguir, porque sabes que las victorias más importantes son las que más trabajo cuestan conseguir. Sacas fuerzas de donde pensabas que ni las tenías y sigues, sin mirar atrás.
Aunque la subida se pone de lado al saber que no marchas solo. Muchos te acompañan, te ayudan. Al igual que tú a ellos. No se trata de llegar antes que nadie, no se trata de dejarlos atrás. Tú con ellos y ellos contigo. Ya parece menos difícil, el camino no parece tan peligroso.
Y sin esperarlo, de repente, ya puedes ver tu meta, esa que ha sido el motivo de tu andanza. Esa por la que todo el esfuerzo había merecido la pena. Esa que te dará de la energía suficiente para ir a por otra. Porque la vida no es más que eso, un continuo ir y venir de escaladas.

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